jueves, 24 de enero de 2008

Pautas, señales, guías...

Estaba esperando de pie junto al arcén. La hora punta se había ido a descansar y ahora solo quedaban algunos rezagados. Ellos eran a los que les costaba algo más que a los demás madrugadores salir del gran castillo flotante que creaban cada noche con las sábanas blancas. Yo no era una de ellos, o al menos esa descripción no venía en mi DNI. Ese día no tenía nada que hacer, lo ponía en mi agenda. Una señora se levantó para coger el tren con destino a Cádiz, seguida por unos excursionistas con rastas y una cantimplora en la cintura. Una niña se escondía tras las piernas de su padre al ver aparecer a la atronadora máquina. Yo seguía allí, de pie, sin moverme, tras la línea amarilla, como ponía en un cartel colgando del techo.
Llegó mi tren, lo ponía en mi billete. Destino, hora, vagón y asiento. El precio marcado en una esquina. Esperé a que todo el mundo subiera. Me puse justo en frente de las puertas automáticas. Levanté el pie y lo apoyé en el primer peldaño. Me quedé quieta de nuevo. La gente me miraba. Retrocedí y las puertas se cerraron ante mí, haciendo que algunos pelos extraviados me hicieran cosquillas en la cara. El tren se comió los metros de luz que le quedaban y desapareció por el agujero negro. Abandoné la estación tirando el billete a la basura, con la hora caducada y el asiento vacío.
Ese día cambiaría de vida.

1 comentario:

Daiana Gimenez dijo...

Me gusta la sencilles de tus palabras, tu manera de expresarte.
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