Acabo de ser
consciente de que te he aislado. Te he metido en una vasija de 1000 litros,
pero estoy debajo de ella tapando las roturas que se producen cada vez que
pienso en ti más segundos de los que se tarda en decir tu nombre. Y voy
impidiendo que salga el aceite con las yemas de mis dedos, y lo único que
consigo es que el líquido viscoso me llene las manos de negro, baje por mis brazos
y empiece a subirme por este cuello que alberga una garganta seca. Y llega ese
momento, en el que el intento de dormir tarda más de la cuenta y con las manos derramadas,
la sangre empieza a caer en mi frente como una tortura china que gota a gota
llega a penetrar en mi inconsciente volviéndome consciente de tu ausencia. Tan
horrorosa. Tan deseada. Tan presente. Tan racionalmente olvidada. Y que tan
ilusamente me creí. Las fisuras se convierten en grietas y me impiden que te retenga
a dos manos, y el líquido fluye, cambiando su densidad dependiendo de qué parte
de mi cuerpo va abrasando. Mi garganta finalmente se satura y muerdo fango, mis
ojos se empapan de cloro, enrojeciéndose tanto como mis pulmones, a los que les
ha llegado el agua en forma de escarcha. Ya no hay manera de retenerte con las
yemas, ni con el cuerpo, ni con el alma.
Tu forma ahora es una
horca líquida.
Asfixia: t-ú.
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