Su bufanda le protegía del frío hasta el hueco que había bajo sus labios. El gorro de colores que le regalé al comienzo del invierno pasado le llegaba casi hasta las cejas y le tapaba sus graciosas orejitas, tan coloradas por el frío de aquel país. Su pelo enmarañado le daba ese toque infantil tan fácil de encontrar en ella. Estábamos sentados en una mesa de un café, pero en vez de estar dentro, al resguardo del frío, Julia, mi chica esquimal, quería quedarse fuera escuchando al músico que estaba a unos cinco metros, acordeón en mano. Luego, estaba seguro, me pondría cara de pena para que le diera unas monedas. “La música es vida, y aquél que nos haga sentirla merece una recompensa.” Después, el sonido de monedas en la lata acompañaría a las notas del Este y la sonrisa de Julia sustituiría toda vida que aquél anciano pudiera regalar. Ahora, sus dedos rodeaban su chocolate caliente, sin intención de beberlo, sólo sintiendo cómo el calor traspasaba los hilos de sus ‘semiguantes’, como a ella le gustaba llamarlos. Los separaba de vez en cuando para que no le abrasaran.
-Pablo, me encanta esta ciudad. Es simplemente perfecta. En verano me vengo a trabajar aquí.
Me encantaba cuando se ponía a planear miles de viajes y actividades para el verano. Demasiadas para poder hacerlas, o simplemente poder elegir cuál hacer. Luego acababa haciendo una o dos de las que apuntaba en su libreta de “Cosas que hacer antes de morir”.
-En serio, es que esta ciudad tiene encanto. El frío sabes que no me gusta, pero creo que si pudiera navegar por estas calles todos los días no me importaría tener la nariz roja todo el tiempo.- Se frotó su pequeña nariz intentando que el frío desapareciera, pero sólo consiguió colorearla aún más.
Nos fuimos camino arriba, en busca del mirador que habíamos señalado en el mapa como ‘visita obligada’. Tras muchos escalones llegamos al sitio más alto de la ciudad. Esa subida había acabado con parte de mi ego al ver cómo el avance ágil y rápido de Julia me había dejado atrás. Ella se volvía para mirarme, con sus ojos (en ese momento grisáceos, como el cielo) llenos de picardía y su media sonrisa (gesto que, según ella, me había robado).
Me apoyé en la baranda. En el último trayecto había intentado adelantarla, pero fue un intento inútil, ya que en vez de devolverle a mi ego un poco de dignidad, lo dejé caer rodando escaleras abajo…
-Te estás haciendo viejo, Pablito- su sonrisa esta vez fue sonora. Sin embargo, al mirar a su alrededor su risa se cortó. La miré. Sus ojos se perdieron en el espectáculo visual que podíamos ver desde allí arriba. A pesar de haber estado observando sus ojos durante casi toda mi vida, aún no sabía de qué color eran. Podían ser todos los tonos de gris y azul que pudiera imaginar.
-¿Has visto esto? Es increíble.-Me miró con esos ojos de camaleón tan suyos, llenos de entusiasmo y felicidad. Luego su mirada regresó al frente- Es precioso. Creo que en este momento esto es lo que más me gusta de la Tierra entera.- Sonreí. Siempre me había gustado cómo era capaz de convertir pequeñas cosas en grandes eventos.- ¿Y a ti, qué es lo que más te gusta de la Tierra?- Me miró de nuevo, pero esa vez fui yo quién desvió la mirada y encaminé mis ojos hacia el cielo.
- Lo que más me gusta de la Tierra es el cielo.- y luego me volví a enfrascar en su mirada,
mi otro cielo...
1 comentario:
asi somos de tontos, cuando tenemos las cosas por delante, las esquivamos para evitar el quizas
muy lindo relato
besos
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